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Texto escrito a propósito de una intervención en el panel “Retos y oportunidades del Estado Abierto en Costa Rica” que formó parte del evento “El camino a la construcción de Estados Abiertos

La construcción de un Estado Abierto representa múltiples desafíos. No solo porque estamos moviéndonos en territorios desconocidos -el concepto de qué es un Estado Abierto ha sido vagamente desarrollado y son pocos los ejemplos en la práctica que podemos tomar como referencia-, sino porque también implica enfrentarse a una tradición de separación de poderes y pesos y contrapesos que, si bien ha sido necesaria para evitar la concentración desmedida del poder en democracia, ha tendido a incentivar celos institucionales, islas de información y sospechas al trabajo colaborativo entre Poderes. La particular evolución del Estado costarricense en la Segunda República y su predilección por las instituciones autónomas acentúa todavía más el desafío.

Sin embargo, la razón de esta intervención no es entrar en un análisis detallado del Estado y sus vicisitudes, sino que es señalar el rol que la sociedad civil puede y debe jugar en la  construcción del Estado Abierto y cómo lograr que se vincule realmente en este proceso.

Pero para hablar de eso, primero hay que volver al Estado. Y es que aquí estamos lidiando con un problema de diseño, porque el Estado actual no ha sido diseñado y construido para integrar significativamente a la sociedad civil en su gestión cotidiana. El Estado responde a otras lógicas, a otros tiempos, y no se adapta fácilmente a los deseos, las necesidades y las demandas de nuestra sociedad contemporánea. Y estamos hablando de un Estado que, en la medida en que se relaciona con su exterior, tiende a hacerlo siguiendo una lógica corporativista. Es decir, el Estado, siendo un entramado gigantesco y complejo de instituciones, se relaciona de mejor manera con otros actores con un nivel similar de agregación, como lo serían las cámaras empresariales o los sindicatos. Esos históricamente han sido los socios tradicionales del Estado.

¿Qué es lo que sucede? Que la sociedad civil es distinta, ya que la sociedad civil es plural, diversa, heterogénea, difícil de encasillar. Se pueden encontrar grupos sumamente organizados e institucionalizados, pero también es posible topase con coaliciones informales o redes distribuidas que se forman para una causa determinada y que luego desaparecen. O con pequeñísimas organizaciones que trabajan de forma voluntaria pero también con ONG’s transnacionales muy bien financiadas. Algunos serán más activistas y contestatarias, otros más técnicos y académicos; algunas se enfocan en un solo tema, otras trabajan decenas de temas simultáneamente. Y es que la sociedad civil no sigue una lógica gremial; sino que su rango de intereses puede ser tan amplio como la cantidad de demandas distribuidas por toda la sociedad.

Esto significa que el Estado no sabe lidiar con la sociedad civil. No la termina de comprender. Y cuando cree que la entiende, de pronto surge un nuevo grupo o una nueva movilización o una nueva coalición o un nuevo liderazgo o una nueva demanda. Y el Estado no está diseñado para lidiar con este tipo de actores y situaciones. El Estado, como toda gran organización, tiende a la burocracia, busca definir reglas, rutinas y jerarquías que le den orden a lo que hace y cómo lo hace; y estas son reglas, rutinas y jerarquías que al mismo tiempo separan y dividen a las instituciones de la ciudadanía y terminan conformando sistemas cada vez más cerrados. Sistemas cerrados que la sociedad civil busca abrir.

El problema, entonces, es que el Estado responde con repetición, cuando lo que se necesita es innovación: el Estado debe actualizar su software -para usar una metáfora común en estos ámbitos- o incluso, dirían algunos, tiene que cambiar su hardware para aprender a lidiar con la sociedad civil y, de manera más amplia, dejar de ver a la ciudadanía como simples beneficiarios pasivos de políticas que caen del cielo y pasar a verlos como verdaderos colaboradores y socios que pueden aportar un conocimiento y un expertise invaluable a la hora de diseñar, planificar, ejecutar y evaluar todo tipo de políticas públicas.

En suma, se necesita un Estado que funcione como un sistema abierto, no un sistema cerrado, y tenemos que entender al Estado Abierto, entonces, como un Estado que opera en continuo intercambio con su entorno, que es interactivo, que es responsivo, que es adaptable.  Y esto es necesario no solo porque suene atractivo, sino por razones prácticas: ante lo complejo del mundo y de nuestras sociedades, no tiene sentido pensar que un grupo de tecnócratas o funcionarios aislados en sus instituciones podrá tener todas las soluciones a nuestros problemas. La pandemia del Covid-19 nos ha dejado eso clarísimo. Por eso la apertura a la colaboración y el intercambio es imperativa.

Pero como sociedad civil también debemos entender que esto no es fácil y no podemos esperar que suceda de la noche a la mañana. Porque son cambios profundos de diseño, de funcionamiento, de cultura. Y para cambiar esto se requiere de voluntad política, sí, pero el que cree que solo con voluntad se soluciona todo no entiende cómo funcionan las instituciones complejas. Y aquí es importante recordar que el Estado no es un monolito, sino que es un escenario de pugna entre diversos intereses. Por eso aparte de la voluntad, se requiere de poder, es decir, de la capacidad de llevar a la práctica esas voluntades, esos designios, esas intenciones. El tema del poder no es menor porque el Estado Abierto implica compartir poder con la sociedad civil, con la ciudadanía. Pero para distribuir poder se tiene que tener poder primero.

Y se necesita de capacidades técnicas y de recursos, ya que este cambio no es exactamente barato y no cualquiera lo puede impulsar. Hay que hacerlo bien y tiene que asumirse como un objetivo medular de la gestión pública; no podemos pretender construir un Estado Abierto si se delega esta agenda a pequeñas oficinas periferales sin apenas recursos. La agenda de la apertura tiene que estar en el centro neurálgico de las instituciones. En esa línea, se requiere de la disposición de asumir riesgos razonables, de experimentar, de estar claros que no todo sale bien al primer intento pero que eso no significa que el error haya sido un fracaso o una pérdida de tiempo, sino más bien hay que entenderlo como una oportunidad de aprendizaje y de mejora continua. Y esto es algo difícil de aceptar para un sector público averso al riesgo, pero también para ciertos sectores de la sociedad civil que han asumido una visión excesivamente reduccionista de la “eficiencia del Estado” y que, para bien o para mal, se han obsesionado por contar frijoles y céntimos por sobre cualquier otro objetivo a mediano o largo plazo.

Ahora debemos tocar de nuevo el rol de la sociedad civil. Anteriormente mencioné que la sociedad civil tiende a ser plural, diversa y heterogénea y asume distintas formas de organización y liderazgo que rara vez son compatibles con la lógica del Estado. Pero lo cierto es que en términos de la agenda de Gobierno Abierto la sociedad civil costarricense no es tan así: no somos más que un puñado de organizaciones pequeñas, con backgrounds culturales y sociales similares, que en su mayoría trabajamos de forma voluntaria, lo cual limita nuestro alcance y el tiempo que podemos dedicarle a nuestras tareas.

Y aparte de eso, posiblemente cometemos el error de hablar demasiado en abstracciones. Hablamos mucho de transparencia, de participación, de colaboración, de innovación; conceptos con los que todo el mundo está de acuerdo, pero que al mismo tiempo no significan nada por sí solos. Son significantes vacíos que deben ser llenados de contenido y sentido, y para darles contenido y sentido necesitamos de la gente, es decir, necesitamos de esa sociedad civil amplia y variada que busca soluciones a toda una serie de demandas y necesidades irresueltas. Y aquí podemos hablar de grupos de mujeres, de ambientalistas, de juventudes, de personas adultas mayores, de indígenas, de pequeños empresarios rurales, de personas desempleadas, de todos aquellos sectores que necesitan de un Estado más abierto, más responsivo y más colaborativo.

Esto significa que nosotras como organizaciones de sociedad civil comprometidas con esta agenda necesitamos generar más alianzas y construir redes con aquellos sectores que más se pueden beneficiar de un Estado Abierto. Porque al final de cuentas una organización como ACCESA lo que propone es un medio, un mecanismo, un enfoque para alcanzar mejores soluciones a nuestros problemas colectivos, pero para alcanzar ese objetivo necesitamos aliarnos con las personas y sectores cuyos problemas más necesitan ser resueltos.

Y también necesitamos aliarnos con esos sectores que llevan años y décadas impulsando la participación y el trabajo colaborativo como praxis cotidiana, porque tampoco podemos tener la arrogancia de creer que estamos reinventando la rueda. Hay muchos sectores y grupos de la sociedad civil que no son parte actualmente de la agenda de Estado Abierto, pero de los que podemos y debemos aprender porque con sus prácticas han evidenciado una forma distinta de hacer las cosas.

Ahora, generar estas alianzas nos ha costado muchísimo como sociedad civil vinculada a este tema; se han hecho esfuerzos, porque sí se han hecho, y los resultados han sido mixtos. Las razones pueden ser varias, desde limitaciones operativas hasta personalidades incompatibles pasando por una tendencia hacia la endogamia -nos acostumbramos a trabajar siempre entre los mismos- y a la ya mencionada incapacidad de salir de las abstracciones. Pero al igual que pedimos un Estado abierto, debemos ser una sociedad civil más abierta y se deben seguir haciendo esfuerzos para vincular nuestra agenda con otras agendas afines, porque de lo contrario nunca saldremos de nuestro claustro.

En esa línea, el principal reto -otro más- a la hora de pensar en cómo interesar a una sociedad civil más amplia dentro de la agenda de Estado Abierto es el reto de mostrar resultados. Podemos afinar el discurso, podemos mejorar la propuesta de valor, pero la única forma de romper con la barrera de la apatía y la desconfianza (que en muchos casos es una desconfianza bien justificada) y lograr que la apuesta por el Estado Abierto no sea un simple proyecto de élites, es demostrando de manera tangible cómo este enfoque que proponemos puede llevar a mejores resultados, a más desarrollo, a más solidaridad, a más derechos, a más democracia, a mejor calidad de vida.

Y para eso necesitamos un impulso desde los dos lados. Necesitamos de un Estado que logre hacer ese giro complicadísimo hacia la apertura, la colaboración y el intercambio constante con una sociedad civil diversa y plural. Y necesitamos de una sociedad civil que sea capaz de articular, enlazar, dialogar, reflexionar, proponer y empujar para que estos conceptos que nos gusta repetir como mantras se traduzcan en mejoras tangibles para las vidas de las personas. En otras palabras, necesitamos un Estado que brinde las oportunidades de participación e incidencia, y una sociedad civil que tenga la capacidad de demandar y aprovechar esas oportunidades.

La apertura, al igual que la democracia,  es un trayecto más que un destino. Su punto en el horizonte nunca está fijo, siempre es cambiante, porque también son cambiantes las tecnologías, las demandas, las necesidades, las subjetividades y los contextos. La construcción de un Estado Abierto es una construcción permanente que puede ir derivando en una forma más democrática y efectiva de gestionar lo público y de resolver los problemas que más nos afectan. Pero para eso es imperativo que esta construcción sea colectiva.

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